Si cada quien no pudiera vivir una
cantidad de otras vidas
además de la suya,
no podría vivir la suya.
Paul Valéry
Leo novelas para fugarme, para escapar de la realidad, esa que se nos plantea, la ya impuesta. Todo está hecho, todo está dicho. Desde la infancia nos atosigan con las diferentes máscaras que puede, debe, tiene que usar una persona, los roles que debe cumplir el ser humano.
Desde la infancia nos van delimitando el tamaño de nuestras propias celdas no tangibles, cárceles mentales, normativas, se nos encadena a la “civilización” (sic[k]). Se nos enseña a ser educados, bien portados, el hombre es esto, la mujer aquello; se nos condena a los grilletes de la norma. Las palabras liberan, lo sabemos bien quienes leemos. Lo sabía Gianni Rodari al escribir: “El uso total de la palabra, no para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”.
Se leen novelas para vivir otras vidas, para conocer otras vidas, para ser Quijotes, Lobos Esteparios, para deambular borrachos Bajo el volcán, para buscar a nuestro padre muerto en Comala, para sentirnos, descubrirnos muertos. Leemos novelas para caer por un agujero y ser Alicia que persigue a un conejo con premura por el maldito reloj o para ser una niña y conocer El mundo de Sophia. Leemos para perdernos ergo nos encontramos. Leemos novelas para sentir esa Insoportable levedad del ser.
Es así como abrimos esos portales, no en vano el libro, la portada de un libro, tiene la forma de una puerta que se abre sin llave alguna, siempre está abierto ese hoyo negro, ese agujero de gusano, para transportarnos y viajar a otros mundos, a vidas paralelas.
La lectura por placer es un derecho que todos tenemos. Sin embargo, de tiempo atrás se ha transmitido el hábito lector como algo obligado, como un castigo, para cumplir requisitos pedagógicos cuadrados y dogmáticos, por eso para muchos, aún en un nivel universitario, cuando se trata de leer una novela, sea cual sea, y realizar ensayos, es algo que causa pereza, incomodidad y hasta enojo. La lectura como algo obligado, algo impuesto, aburrido. La escritura: ídem.
Quienes somos lectores y además escribimos hemos llegado a sentir y comprender que la lectura y la escritura incluso salvan vidas, tal como se la salvó a la escritora árabe Joumana Haddad durante la guerra en su país, cuando era niña, estos hábitos eran una válvula de escape dentro de su realidad llena de caos y violencia. Borges valoraba la amistad con sus libros incluso hasta considerarlos cual si fueran personas. Se lee para vivir, para salvar el pellejo. Para salir de la Matrix.
¿Y qué impulsa a un escritor, a una escritora, decidirse cual kamikaze a estrellarse contra la hoja en blanco, a enfrentarse al abismo de la hoja en blanco y comenzar a escribir una novela, a esbozar una historia? Considero que su propia obsesión. He aquí la obsesión de Marcel Proust al escribir tantos libros En busca del tiempo perdido. La de Anaïs Nïn al narrar su vida en sus Diarios. ¿Qué llevó a Malcom Lowry a escribir y reescribir Bajo el volcán, soportar, sobrevivir a tantos años antes de ser publicada? ¿Qué mueve a Pynchon a escribir libros de tal extensión, excesiva, qué es si no la pura obsesión del escritor, de narrar, de contar historias?
Hay también en el escritor algo de demiurgo, de querer ordenar el caos que abunda a nuestro alrededor. Al observar el caos circundante, la farsa de la realidad, donde cada ser humano tiene poca injerencia, surge la necesidad compulsiva de ordenar desde ese caos su propia vida, a través de la novela. Sólo escribiendo, dándole un orden a las palabras, puede reescribir su destino, porque todos los personajes, aunque ficticios, son él. Cada espacio, todo ambiente, cada palabra, son el mismo autor.
Para fugarse y también denunciar su entorno, la asfixia que sentía, Kafka tuvo que escribir de esa manera obsesiva también La metamorfosis, El Proceso, El Castillo, no olvidemos esa insistente fijación en llamar a todos sus personajes principales con nombres que comienzan con la letra K. De hecho, en El Castillo, el personaje se llama simplemente K.
¿Qué tiene qué ver acá la inspiración? Mucho, pero sabemos que no cualquiera puede darle vida a un Ulises, tal como lo hizo Joyce, nada más porque se crea estar bajo el influjo de la musa. La inspiración existe, claro está, pero hay también la disciplina del escritor, cualquiera que esta sea: ya sea al estilo de Jack Kerouac al esbozar On the road, ya sabemos que fue escribiendo todo en libretas de apuntes, papeles que tenía a la mano, para después transcribirla a máquina en un rollo de papel interminable; o como Dostoievski al escribir una novela breve en tan sólo una semana, debido a que el autor estaba endeudado y que su editor, Stellovski, le exigía según por un contrato firmado tiempo atrás, una novela, lo más pronto posible. El escritor tuvo que recurrir a una secretaria a quien le dictaba las palabras, Anna Grigórievna, quien poco después sería su esposa. Abracadabra: nació El jugador, pieza clave de la narrativa hasta nuestros días. O el método de Juan Carlos Onetti: no tener un método, simplemente, cuando le viniera la maldita/bendita inspiración, escribir y ya.
Muchos investigadores y escritores adviertan un vínculo entre crisis y narración. Para Vladimir Propp, el relato representa un intento de hacer frente a todo aquello que es inesperado o desafortunado en la existencia humana. Y Paul Ricoeur decía: “Toda la historia del sufrimiento pide venganza y reclama relato”.
El escritor de novelas es un gran observador, es el voyeur por excelencia, para poder así dar vida a una historia que su fin no sea el de moralizar, instruir, sino simplemente contar. Narrar los hechos, ficticios o no. Relatar lo que le obsesiona. Pretensión superflua es la de querer abarcar todo con la visión del que tiene la última palabra, la verdad absoluta en algo, querer adoctrinar desde la novela. No, el verdadero novelista es El Ojo que todo lo ve y nada juzga.
El escritor de novelas sabe todo de quienes lo leen, aún sin conocerlos. Y aunque no pretenda satisfacer nada más que a su propia obsesión, sabe, conoce de esas angustias primigenias del ser humano, las taras de la humanidad, conoce de antemano la necesidad de vivir otras vidas. Sabe que debe construir ese puente de identidad, el dialogo inherente entre lo escrito y lo leído. Conoce la similitud de esos bordes, de las comisuras, de la estrechez que existe entre el escritor y el lector, de esas zonas limítrofes. Sabe que, mientras tanto, en ese parpadeo que se llama vida, en eso que se nos plantea como realidad, él debe ser un pararrayos de todo tipo de sensaciones y situaciones, el receptáculo de todo, el lienzo para todo, el glitch expansivo, en fin, El Ojo que todo lo ve sin juzgar.
Por eso toma su lanza/lapicero (o su artefacto de teclas/lasser) y esgrime las palabras, dispara las balas detonadas por su imaginación y obsesión contra la “normalidad”. Sabe que se lee para vivir. Y vive para escribirlo. Que hay verdades que parecen mentiras y mentiras que suelen convertirse en verdades. Es un trabajo sucio, piensa, pero alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que extraer diamantes de un hermoso arcón o del corazón mismo de la basura.
Se leen novelas para vivir otras vidas, para conocer otras vidas, para ser Quijotes, Lobos Esteparios, para deambular borrachos Bajo el volcán, para buscar a nuestro padre muerto en Comala, para sentirnos, descubrirnos muertos. Leemos novelas para caer por un agujero y ser Alicia que persigue a un conejo con premura por el maldito reloj o para ser una niña y conocer El mundo de Sophia. Leemos para perdernos ergo nos encontramos. Leemos novelas para sentir esa Insoportable levedad del ser.
Es así como abrimos esos portales, no en vano el libro, la portada de un libro, tiene la forma de una puerta que se abre sin llave alguna, siempre está abierto ese hoyo negro, ese agujero de gusano, para transportarnos y viajar a otros mundos, a vidas paralelas.
La lectura por placer es un derecho que todos tenemos. Sin embargo, de tiempo atrás se ha transmitido el hábito lector como algo obligado, como un castigo, para cumplir requisitos pedagógicos cuadrados y dogmáticos, por eso para muchos, aún en un nivel universitario, cuando se trata de leer una novela, sea cual sea, y realizar ensayos, es algo que causa pereza, incomodidad y hasta enojo. La lectura como algo obligado, algo impuesto, aburrido. La escritura: ídem.
Quienes somos lectores y además escribimos hemos llegado a sentir y comprender que la lectura y la escritura incluso salvan vidas, tal como se la salvó a la escritora árabe Joumana Haddad durante la guerra en su país, cuando era niña, estos hábitos eran una válvula de escape dentro de su realidad llena de caos y violencia. Borges valoraba la amistad con sus libros incluso hasta considerarlos cual si fueran personas. Se lee para vivir, para salvar el pellejo. Para salir de la Matrix.
¿Y qué impulsa a un escritor, a una escritora, decidirse cual kamikaze a estrellarse contra la hoja en blanco, a enfrentarse al abismo de la hoja en blanco y comenzar a escribir una novela, a esbozar una historia? Considero que su propia obsesión. He aquí la obsesión de Marcel Proust al escribir tantos libros En busca del tiempo perdido. La de Anaïs Nïn al narrar su vida en sus Diarios. ¿Qué llevó a Malcom Lowry a escribir y reescribir Bajo el volcán, soportar, sobrevivir a tantos años antes de ser publicada? ¿Qué mueve a Pynchon a escribir libros de tal extensión, excesiva, qué es si no la pura obsesión del escritor, de narrar, de contar historias?
Hay también en el escritor algo de demiurgo, de querer ordenar el caos que abunda a nuestro alrededor. Al observar el caos circundante, la farsa de la realidad, donde cada ser humano tiene poca injerencia, surge la necesidad compulsiva de ordenar desde ese caos su propia vida, a través de la novela. Sólo escribiendo, dándole un orden a las palabras, puede reescribir su destino, porque todos los personajes, aunque ficticios, son él. Cada espacio, todo ambiente, cada palabra, son el mismo autor.
Para fugarse y también denunciar su entorno, la asfixia que sentía, Kafka tuvo que escribir de esa manera obsesiva también La metamorfosis, El Proceso, El Castillo, no olvidemos esa insistente fijación en llamar a todos sus personajes principales con nombres que comienzan con la letra K. De hecho, en El Castillo, el personaje se llama simplemente K.
¿Qué tiene qué ver acá la inspiración? Mucho, pero sabemos que no cualquiera puede darle vida a un Ulises, tal como lo hizo Joyce, nada más porque se crea estar bajo el influjo de la musa. La inspiración existe, claro está, pero hay también la disciplina del escritor, cualquiera que esta sea: ya sea al estilo de Jack Kerouac al esbozar On the road, ya sabemos que fue escribiendo todo en libretas de apuntes, papeles que tenía a la mano, para después transcribirla a máquina en un rollo de papel interminable; o como Dostoievski al escribir una novela breve en tan sólo una semana, debido a que el autor estaba endeudado y que su editor, Stellovski, le exigía según por un contrato firmado tiempo atrás, una novela, lo más pronto posible. El escritor tuvo que recurrir a una secretaria a quien le dictaba las palabras, Anna Grigórievna, quien poco después sería su esposa. Abracadabra: nació El jugador, pieza clave de la narrativa hasta nuestros días. O el método de Juan Carlos Onetti: no tener un método, simplemente, cuando le viniera la maldita/bendita inspiración, escribir y ya.
Muchos investigadores y escritores adviertan un vínculo entre crisis y narración. Para Vladimir Propp, el relato representa un intento de hacer frente a todo aquello que es inesperado o desafortunado en la existencia humana. Y Paul Ricoeur decía: “Toda la historia del sufrimiento pide venganza y reclama relato”.
El escritor de novelas es un gran observador, es el voyeur por excelencia, para poder así dar vida a una historia que su fin no sea el de moralizar, instruir, sino simplemente contar. Narrar los hechos, ficticios o no. Relatar lo que le obsesiona. Pretensión superflua es la de querer abarcar todo con la visión del que tiene la última palabra, la verdad absoluta en algo, querer adoctrinar desde la novela. No, el verdadero novelista es El Ojo que todo lo ve y nada juzga.
El escritor de novelas sabe todo de quienes lo leen, aún sin conocerlos. Y aunque no pretenda satisfacer nada más que a su propia obsesión, sabe, conoce de esas angustias primigenias del ser humano, las taras de la humanidad, conoce de antemano la necesidad de vivir otras vidas. Sabe que debe construir ese puente de identidad, el dialogo inherente entre lo escrito y lo leído. Conoce la similitud de esos bordes, de las comisuras, de la estrechez que existe entre el escritor y el lector, de esas zonas limítrofes. Sabe que, mientras tanto, en ese parpadeo que se llama vida, en eso que se nos plantea como realidad, él debe ser un pararrayos de todo tipo de sensaciones y situaciones, el receptáculo de todo, el lienzo para todo, el glitch expansivo, en fin, El Ojo que todo lo ve sin juzgar.
Por eso toma su lanza/lapicero (o su artefacto de teclas/lasser) y esgrime las palabras, dispara las balas detonadas por su imaginación y obsesión contra la “normalidad”. Sabe que se lee para vivir. Y vive para escribirlo. Que hay verdades que parecen mentiras y mentiras que suelen convertirse en verdades. Es un trabajo sucio, piensa, pero alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que extraer diamantes de un hermoso arcón o del corazón mismo de la basura.